Nos Vamos de Rutica

Una sopa, tres culturas y una lección de vida

Como sin quererlo, este lugar me transformó como persona. La vida siempre tiene algo preparado a la vuelta de la esquina para romperte los esquemas. Como algo tan sencillo y cercano después de diez años sigue pellizcándome el corazón.

No todos los viajes se eligen. Algunos se heredan, se arrastran por casualidad o simplemente se aceptan por no romper los planes de otros. Este fue uno de esos. Un punto en el mapa que no me decía nada. Un país al que ni siquiera había asociado una imagen clara. Tan solo un nombre que resonaba a escala secundaria en mi cabeza, eclipsado por destinos vecinos más llamativos.

Cuando dije que sí a ese viaje, lo hice con las expectativas más bajas posibles. Imaginaba un caos urbano, calor denso, incomodidad y la certeza de que, aunque fuera interesante, no sería memorable. Me equivoqué. A lo grande.

Al principio, todo parecía confirmar mis sospechas: el calor era real, el tráfico algo frenético, y el idioma un muro más alto de lo que pensaba. Paseaba sin rumbo, sin sentirme del todo parte, como si flotara encima del lugar, sin tocarlo.

Pero los giros más importantes no llegan con fuegos artificiales. A veces, solo necesitas entrar a un local cualquiera con un cartel descolorido, una cocina que no parece del todo confiable y un vaivén incesante de clientes que parecen saber algo que tú aún no. Fue allí donde probé esa sopa.

Quise pedir algo seguro, pero terminé señalando lo que el de al lado comía, con ese gesto universal de “lo mismo que él”. Un cuenco humeante llegó, con un aroma intenso, equilibrado, como si la receta llevara siglos perfeccionándose. El caldo oscuro, los fideos elásticos, los pequeños trozos de carne flotando como secretos. Pregunté el nombre. “Wantan mee”, me dijeron con una sonrisa fugaz.

Volví al día siguiente. Y al siguiente. Siempre al mismo sitio. No tenía nombre visible, ni fachada que invitara. Solo ese aroma, ese flujo de personas y ese sabor que me envolvía como un abrazo. No sabría decir qué tenía esa sopa, pero se convirtió en mi lugar seguro.

Poco a poco, ese lugar —que aún no te he dicho cuál es— empezó a abrirse. O quizá fui yo quien se abrió a él. Empecé a ver más allá del calor, del ruido, del primer filtro. Me di cuenta de que estaba en una ciudad donde tres mundos conviven no solo con respeto, sino con una fluidez casi mágica. Lo indio, lo chino y lo malayo se cruzan en las calles, en los aromas, en los templos, en los saludos, en las cocinas. Puedes pasar de un templo hindú a una mezquita en tres esquinas. Comer con palillos a mediodía y con pan roti por la noche.

Un día, sin planearlo, me topé con un evento en la calle. No había vallas, ni entradas, ni marketing invasivo. Solo gente. Talleres abiertos, puestos de comida de todo tipo, música, danzas, sonrisas. Las culturas no competían por atención: bailaban juntas, se ofrecían, se mezclaban. Vi niños pintando caligrafía china mientras otros aprendían a envolver samosas. Jugaban, jugábamos todos a aquellos juegos que nos recuerda que la necesidad de volver a la infancia para entender que es realmente la vida.

Una mujer malaya me ofreció un dulce que no supe describir, y un señor indio me invitó a probar un té especiado que me hizo cerrar los ojos de puro placer.

Caminé esas calles durante horas. No por ver más, sino por entender. Por empaparme. Y fue en medio de esa multitud, en esa mezcla viva, donde comprendí que este lugar no necesitaba gritar para ser extraordinario. Había algo profundamente humano en la forma en que convivía la diferencia. Como si esa ciudad fuera la respuesta silenciosa a tantas preguntas sobre el mundo actual.

Volvía cada día al mismo local, a mi sopa. Empecé a saludar con la cabeza, a recibir una sonrisa distinta, más familiar. Observaba cómo el dueño —con su camiseta vieja y su precisión de cirujano— manejaba la cocina como si dirigiera una orquesta. No hablábamos. Pero había una complicidad que solo los lugares verdaderos saben crear.

Allí, en ese cuenco humeante, se disolvieron mis prejuicios. Allí entendí que no es el destino lo que importa, sino cómo uno llega a él. Y cómo se deja transformar.

A veces pienso que este sitio me atrapó porque no lo esperaba. Porque no vine buscando nada y me lo dio todo: cultura, sabor, lecciones, contradicciones, belleza sin maquillaje.

Solo al final, cuando el ferry zarpaba y la ciudad se hacía pequeña bajo mis pies, supe que volvería. No como turista, sino como alguien que necesita ese equilibrio imperfecto, ese caos armonioso, esa sopa que, de algún modo, era metáfora de todo lo demás.

Ah, claro. Aún no te he dicho dónde fue.

Fue en Georgetown, en la isla de Penang, Malasia.

Un destino al que no quería ir.
Y que terminó enseñándome a viajar.

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